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LA PELIGROSA DROGA DE LA LECTURA

Leer, como casi todas las perversiones, es un vicio adquirido. No se nace con una inclinación natural a la lectura, ni siquiera, al crecer, los hombres sentimos una atracción per se hacia los libros, solamente si alguien astuto nos induce a ello caemos en la trampa. Como fumar o beber, como la droga o el juego, descubrimos el placer después de abrir, acariciar y oler un libro por dentro para luego sentir la compulsión última a bebernos las letras.


Me preguntaba un amigo que porqué la gente no lee, como si leer fuese un acto natural del ser humano, casi reflejo, como si leer fuese como respirar, hablar o comer. Sí, leer es una perversión, para leer uno tiene que darle la vuelta a la inclinación natural que sentimos, justamente, de no leer.


Los más adictos pudieron haber sido pervertidos en tu tierna infancia por Salgari o Dumas, se veían a escondidas con Sandokán o Montecristo. Si tuviste suerte tus padres, tus maestros, tus abuelos, te enseñaron el hábito de abrir unas páginas y meterte por unas horas en un mundo paralelo que al leerlo hacías tuyo. Igual que te enseñaron a beber vino, o a darle las primeras caladas a un cigarrillo que de forma natural te hacía toser, o dos sorbos a un whisky que te supo a chinche, hábitos que la primera vez nunca gustan pero más adelante se hacen placenteros. A algunos en su adolescencia, que es cuando se suele adquirir el gusto, alguien les dijo cómo hacerlo, y así perdieron su virginidad literaria. Los más afortunados, lo hicieron con un experto de la pluma, otros con cualquier folletín de Corín Tellado o del Coyote, que luego dio paso a formas más sofisticadas de adicción.


Yo perdí mi virginidad literaria con Hemingway. Aun lo recuerdo, fue en la casa de la playa de mis padres. Mi padre tenía esa mala costumbre de leer, dejaba luego las novelas que había terminado en un librero de mimbre que año tras año, durante el invierno, y debido a la humedad criaba hongos en las hojas cerradas. Esos libros tenían un olor adictivo, como de tabaco recién picado. Una tarde de siesta, frente a la playa, abrí un volumen de pastas azules del Círculo de Lectores que decía El Viejo y el Mar. Desde ese día navegar en un barco fue muy distinto para mí, como ha sido distinto tratar de conseguir el pez más gordo. Recuerdo perfectamente como se me hinchaba el pecho, como dejaba de respirar y como casi se me saltaron las lágrimas, o se me puso la carne de gallina a medida que las letras se convertían en ideas, no puedo describir lo que sentí al leer aquella obra maestra. Un narcótico con olor a papel entró por primera vez en mi cerebro y lo aturdió para siempre, desde entonces he seguido buscando esa sensación que me dejó aquella primera vez. Muchas veces la he vuelto a encontrar, y aun más fuerte, aun más profunda: El Amor en los Tiempos del Cólera, Memorias de Adriano, Teresa de Ávila, Yourcenar, García Márquez, Poniatowska, Ítalo Calvino o Susana Tamaro me han vuelto a subir tras las volutas de humo de una soporífera amapola que es la literatura, y una vez que se prueba ya uno no puede vivir libre de ella, y busca, busca en cada página y en cada volumen, en cada librería, en cada esquina, enganchado, volver a sentir, a encontrar la misma experiencia de la primera vez.


Y volviendo a la pregunta de porqué no se lee, pues es muy sencillo: porque los niños no tienen ni padres, ni profesores, que los hayan enviciado a ello.


Nos han dado en cambio los sucedáneos de la verdadera sustancia, una televisión pobre, chafa; un Hollywood manipulador y sesgado; películas que te impresionan con el recurso fácil de la violencia o con el recurso pobre del sexo: los similares cutres que nos dan quienes tienen miedo a despertarnos leyendo. Porque la literatura es una droga que te despierta el cerebro.


Los profesores, pobres chivos expiatorios, probablemente ellos mismos no lean literatura. No tienen culpa de no habérnosla inculcado, están dormidos, y finalmente, un buen profesor no es quien te enseña, sino el que te despierta el hambre de aprender. Por eso, para inducirte a leer, no basta con que los profesores o los padres, o los anuncios de las librerías te lo digan y te lo repitan.


Para aprender a leer tienes que ver y oír, en las palabras, en las pupilas dilatadas de ese coleguilla que está tratando de meterte al vicio, esa pasión por las historias, por las palabras, que sólo quienes de verdad están poseídos por la lectura tienen.

© Manuel de Pinomontano

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