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DOÑA VENERANDA

DOÑA VENERANDA


Doña Veneranda cruzó la calle empedrada que separaba la iglesia de san Jacinto de su casa. Tiritaba imperceptiblemente, hacía un poco de fresco tan temprano y ella apenas se había puesto un cardigan de hilo gris para cubrirse los hombros sobre su vestido camisero azul marino que no la abrigaba mucho. En su frente, la recién puesta marca de ceniza comenzaba a desvaírse. Era el primer miércoles de cuaresma.


A sus sesenta años todavía estaba de muy buen ver, si no fuera porque se empeñaba en vestirse de forma tan recatada los albañiles la seguirían piropeando como antes, pero ella siempre fue una señora y no le interesó llamar la atención, ni siquiera la de su marido. Abrió la puerta con su propia llave y dejó el bolso en la consola de la entrada, se arregló el pelo mirándose al espejo y subió al segundo piso. Por las escaleras se cruzó con la muchacha que traía la bandeja del desayuno de don Arturo. Empujó la puerta semiabierta y se dirigió a la cabecera de la cama a besarlo en la frente; ya estoy aquí amor, me entretuve con el padre Javier a la salida. ¿Como desayunó el señor, Eusebio?


El enfermero incorporó a don Arturo mientras ella colocaba en el estereo un disco de Cecilia Bartoli interpretando a Vivaldi y hablaba más que para él, para sí misma; esto te distraerá amor. Junto con Eusebio lavó a su esposo con tierna devoción en el baño contiguo, don Arturo pesaba bastante para ella sola, lo frotó con crema hidratante hasta los dedos de los pies, donde la circulación era peor, le colocó un pijama limpio de lino beige, agua de colonia Samborns en un pañuelo que puso en el bolsillo de don Arturo, unos calcetines de lana bien abrigaditos y le peinó con ternura el flequillo. El enfermero se había sentado a ver la escena conmovido en una silla contigua a la cama y ella a los pies, donde se había hecho colocar la chaise longue de la sala para poder estar todo el tiempo junto a él. Sacó el Oficio Parvo y un rosario de plata, comenzó una letanía en voz alta; pedimos por ti, amor, para que Dios te de fuerzas en tu resignación, por que tu sufrimiento en este mundo sirva para redimir tu alma y el día que hayas de partir, vayas directo al cielo. Para que se haga llevadera esta cruz, este purgatorio en vida.


Más tarde llegó su hija mayor, Marcela, y su hijo Arturo con su nuera, su cuñada y varias amigas: la admiraron, la consolaron, la compadecieron. Había sido una mujer ejemplar, pero sobre todo desde que don Arturo tuvo el accidente en el yate en Acapulco y se rompió el cuello quedando tetrapléjico.


El había sido un galán, un hombre de mundo, exitoso con todas, coqueto, y ella había soportado desde los veinte años en que se casó, con devota resignación y amor ciego todos sus devaneos. Le había sacado canas verdes. Ahora –paradójicamente- lo tenía solo para ella. De no ser por su marido, el mundo a su alrededor hubiera girado sin ningún problema.


Sus hijas: felizmente casadas; la menor viviendo en París con su esposo; la de en medio ya esperando su tercer hijo acababa de salir en los ecos de sociedad del domingo; la mayor -siempre cercana a ella- hizo la mejor boda de todas; y su hijo, que podía decir, el hijo que cualquier madre hubiese soñado: una carrera brillante en la banca y una esposa de tan buena familia como ella misma. Doña Veneranda se vanagloriaba en secreto de haber sido parte activa de aquel éxito, si no hubiera sido por la entereza y el sacrificio, que durante años y a la sombra, regaló a su familia, nada de aquello hubiese sido posible. Educación, principios, disciplina, y por encima de todo un ideal: la solidez de la familia. Se lo debía a sus padres. No habían sido muy cariñosos con ella, sino más bien rígidos y distantes, pero con su ejemplo le inculcaron de pequeña que la familia era el tesoro más valiosos al que una mujer podía aspirar También le debía mucho a la educación Claretiana que recibió, que predicaba que por aquel tesoro había –si era preciso- que inmolarse. Y eso fue lo que hizo, inmolarse en sus mejores años, a pesar de que todavía le quedaban muchos por delante y cierto frescor maduro que la hacían muy atractiva. Al final, había valido la pena: Doña Veneranda era simplemente perfecta. Madre ejemplar, esposa intachable, amiga ecuánime, abuela consentidora.


Cuando acabó Vivaldi, comenzó la lectura en voz alta del último best seller de Ken Follet, los periódicos del día, el almuerzo, más letanías y rezos, la merienda, un poco de tele, y a las ocho Eusebio se marchaba para volver al día siguiente a las seis y media, cuando ella cruzaba la calle de Juárez para asistir a misa. La muchacha se retiraba después de traerle la cena a don Arturo, el consomé con un chorrito de Jerez y un huevo escalfado de codorniz que doña Veneranda con toda la paciencia le daba poco a poco, un puré de verduras y la compota de manzana.


Después para ella misma, invariablemente cada tarde llamaba al Italianis, a la tortería de Tizapán o al Sushi de avenida de la Paz, para que le trajesen algo de comer. Era uno de sus placeres secretos, esa comida chatarra, tan lejana de ser sana, perfecta y equilibrada como lo era ella, que comía con fruición para luego tirar los cartones a la basura sin dejar rastro: porque a los ojos de todos, doña Veneranda ayunaba en las noches para ofrecerlo por don Arturo.


Entonces, antes de que sonara el timbre con el reparto, doña Veneranda cambiaba su vestimenta. Su vestido camisero quedaba en la percha de su vestidor esperando una partida de canasta con sus amigas que vendrían el sábado, enrollaba las perlas y las metía en un cajón, se quitaba los brillantes de discreto tamaño y comenzaba a maquillarse intensamente, rojo en los labios, oscurecía sus párpados y se ponía mascara en las pestañas. Luego colocaba un liguero en su entallada cintura de donde enganchaba las medias, se abrochaba rápido el sujetador Wonderbra, una tanga de encaje negro, por donde se entreveía bastante, Chanel número 5 detrás de las orejas y una bata de seda ajustada y transparente.


Sonaba el timbre y acudía ella misma a abrir; pase caballero -decía con una cadencia de pícara sonriente- ahora le traigo el cambio. Luego una generosa propina, un roce, una pasada húmeda por sus labios, mostraba su pecho escotado a punto de salirse, o sacaba una pierna por la abertura mal abrochada de la bata y lo subía a la habitación. A algunos les vendaba los ojos como juego, a otros no hacía falta, pues aceptaban contentos la situación, pensando que su marido era solamente un pervertido voyeur que impávidamente los miraba. Y siempre Cecilia Bartoli como cómplice, suavemente sonando.


Sobre la chaisse longue se abría de piernas como nunca don Arturo la vio hacerlo o se ponía a cuatro patas, los excitaba con sus grandes pechos, hasta se dejaba penetrar contra natura porque ya le daba igual, y cometía todas las aberraciones que nunca pensó fuese capaz de cometer con su marido con aquellos gañanes ante la mirada vidriosa de don Arturo. Disfrutaba mientras el monitor cardiaco subía el ritmo a mil por horas como única respuesta a sus actos y entonces le hablaba con otro tono de voz; un tono distinto al que empleaba durante el día: ésta por los cuernos que me pusiste con mi mejor amiga; ésta por la vez que lo hiciste con la muchacha; por tu secretaria; por la mulata del Pierre Marqués; por la esposa de tu socio...;por la infección que me pegaste aquel invierno; por la querida que mantuviste en Polanco. Y cada noche se cobraba una más. Cuando no era el repartidor de pizzas, eran los del gas, o el plomero, y hasta una tarde hizo un trío con los tintoreros que repartían a domicilio para cobrarse aquellas navidades donde tuvo que tragarse su orgullo asistiendo a la cena en casa de sus padres sola con los niños, inventado la excusa de que Arturo tuvo un viaje urgente de negocios a Dallas, sabiendo que él estaba en las Vegas con una suripanta.


Le arrojaba la tanga o cualquier otra prenda de su amante circunstancial, los calzoncillos le caían en la impertérrita cara, brasieres arrancados violentamente, y sedosos pantymedias que casi flotaban en el olor denso a hembra que invadía entonces su dormitorio, luego se carcajeaba y contaba en voz alta las que le quedaban: todavía me faltan muchísimas más, Arturo, me las vas a pagar una por una.


A veces al pasar por la cama de su esposo le limpiaba las lágrimas casi secas con el pañuelo impregnado del olor rancio de la colonia y le daba fríamente las buenas noches. Finalizaba exhausta, nada más despedir a sus hombres se metía a darse un baño hirviente, queriendo desinfectarse el alma. Se iba a dormir sola, al cuarto contiguo, con la puerta abierta para escuchar el monitor.


A las seis y media, ya con el enfermero en casa, saldría para misa en San Jacinto con su bolso en la mano y el cardigan gris plata sobre los hombros, dispuesta a que el padre Javier volviese a darle la absolución una vez más y tarareando secretamente para sí misma a Cecilia Bartoli cantando Vivaldi.


© Manuel Pinomonano

Cuento ganador del Concurso Taller Alicia Prueba de Méjico

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