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MÁRTIR Y PUTA

Alfombra roja Limusina

Tengo una amiga, Francesca Kopanska, que es una puta. Pero una puta de verdad, de las que cobran por acostarse. No en la forma en que la mayoría de la gente utiliza la palabra, como insulto machista. 

 

Ahora eso sí, Francesca es una mujer decente, con amplia cultura, que ha vivido en Los Ángeles, Milán, París, y sabe Dios donde más, habla cinco idiomas con un suave acento que la hace sumamente interesante cuando conversa, es una mujer de principios y va siempre impecable, de punta en blanco. Si la ves por la calle te imaginas que es una gran dama, que es abogado, o una yuppie de la City de Londres.

 

Francesca es rubia, con el pelo por debajo de los hombros, muy guapa, una mujer de bandera, a pesar de que va vestida casi siempre de Versace y lleva un Tank de oro en la muñeca no se ve vulgar. Conduce un mercedes que no es último modelo, pero con clase, y frecuenta los mejores restaurantes y salas de fiestas de Londres. Ella insiste en que la llamen Puta, “la palabra prostituta –dice- me recuerda a diputada.”

 

 La primera vez que la vi fue en el Caviar Bar del hotel Europa en San Petersburgo, una noche de febrero en la que afuera hacía casi menos veinte grados. Yo trabajaba para un banco americano en Rusia y ella aun no era tan cotizada como lo fue después. El hotel estaba lleno de bellezas en liquidación que cada noche iban a la caza y captura del magnate o político de turno. Muchas nunca subían al Caviar bar, reservado para los huéspedes, no se les permitía. Se quedaban en cambio en un bar de paso que había en el Lobby, frente a unas grandes vidrieras art decó que daban a Nevsky Prospekt. 

 

Francesca era la única de ellas que subía al mezzanine y nadie se lo impedía, allí estaba como pedro por su casa. Una mujer de facciones finas y de estilo discreto, tenía menos pinta de puta que las muy maquilladas nuevas-burguesas que iban a encontrarse semanalmente al hotel con sus amantes –ellos políticos mafiosos, ellas trepadoras esposas de funcionarios-

 

Sola o acompañada se daba el gusto cada noche de tomarse su botella de Louis Roderer Cristal , “la preferida del Zar” -me decía-, una buena taza de borsht, y una charlotte de postre en el intimo bar del mezzanine, con unos aires que parecía  la misma dueña del lujoso hotel, como si hubiese salido de la lápida de mármol que en el vestíbulo te recordaba que el dueño, el verdadero dueño del lugar, se había hundido en el Titanic cuando Rusia era Rusia y no lo que era entonces.

 

Curiosamente no nos hicimos amigos en el hotel, sino más adelante cuando yo ya me quedé de forma permanente en San Petersburgo y tenía un apartamento en la ciudad. 

 

La vi una madrugada, en un parque que hay en la avenida casi enfrente de Eliseev Gastronom, un parquecito que siempre estaba nevado en invierno y de color azul de luna en la noche, con una estatua de Catalina la grande en el centro de un gran parterre. Yo me iba allí a ver nevar, me fascinaba ver la nieve con el reflejo de la noche y el vaho que salía de mi boca por el frío. Francesca, muchas noches llevaba las sobras de su Beef Stroganoff , o lo que quiera que hubiese cenado invitada por algún cliente, a unos perros callejeros que se acurrucaban a los pies de la zarina de bronce y que dormían dentro de un bidón de basura tumbado entre unos arbustos pelados. Cuando la vi hacer eso se casi se me saltaron las lagrimas, sabía lo que los rusos de a pie comían normalmente y supuse el sacrificio que ella hacía dándoles a los perros la mitad de su cena. Esa noche le ofrecí un cigarrillo y la invité a un té en mi casa, que estaba en la esquina, donde acabaron durmiendo los dos perros con el bullir del samovar varias noches hasta que fueron debidamente adoptados por la cónsul inglesa Alison Pring.

 

Mas adelante, cuando me mudé a Londres le perdí la pista -ella se fue a Milán, creo recordar- hasta que tropecé con ella un domingo de verano mientras yo montaba a caballo por el Rotten Row y ella paseaba por el césped de Hyde Park. Me dio mucha alegría verla, llevaba de una cadena dos galgos borzois, mucho más elegantes que aquellos chuchos de Nevsky Prospekt y me contó más tarde que en Londres seguía haciendo lo mismo que en San Petersburgo, tanto profesionalmente como con el rescate de perros.

 

La Kopanska es lo que el vulgo llama, una puta de lujo. A veces me preguntaba como podía llevar semejante tren de vida, en una ciudad tan cara, viviendo en uno de los mejores lugares de Kensington, rodeada de banqueros, actores y niñas bien. Y otras veces me sorprendía a mí mismo en el acto superfluo de sentir lástima por ella, una costumbre muy fea. Sexo y dinero a raudales, ¿quién no desea eso para sí mismo? Todos queremos ganar más, que nos paguen más por lo que hacemos, o que nos toque una lotería, eso está claro, y lo del ajetreo sexual, a mí que no me engañen, ¿A quién no le apetece un buen polvo al día?, y encima con variedad. Lo bueno es que Francesca es muy selectiva, y ha llegado a tal nivel en su profesión, que es ella quién elige a sus clientes. Un día trabaja con un morenazo latinoamericano, al siguiente se escoge a un Sueco, al otro un mulato caribeño, un madurito de buen ver que se tome su viagra pero experto, que sepa donde atinarla, o un jovencito vigoroso, con ímpetu, que le llene la vida de deseo.

 

Algunos remilgados dicen que ser puta es denigrante, Francesca cree que es más denigrante vivir en gris o casarse por costumbre. “Finalmente –dice-, otro tipo de prostitución.” En el fondo todos lo somos de algún modo, pero estamos llenos de prejuicios. Prejuicios que por otro lado a ella le importan poco, y que conste que es creyente, y muy devota. Me cuenta que va a misa de cinco todos los domingos a la iglesia Carmelita de Kensington Church street, donde de rodillas, en el reclinatorio, con su cara de ángel triste y su rosario en la mano parece una mártir con cara de pintura de Botticeli. 

 

En cierta ocasión en que organicé una fiesta Rusa en mi casa de Lansdowne Crescent, invité a todos los amigos Rusos que pude. También invité aquella noche a Francesca, que llegó deslumbrante de lujuria –curvas y encantos-, saludando a todo el mundo con su voz ronca aterciopelada, con un vestido rojo largo y ajustado, sin hombros ni mangas, unos guantes del mismo color y una estola de visón blanco espectacular que a veces arrastraba descuidadamente por los suelos y otras se colocaba para salir al balcón a fumar.

Dicen que las putas suelen ser muy generosas, y es verdad, me consta, generosas y caritativas. Francesca llegó cargada de regalos, me trajo una caja de 12 botellas de Stolichnaya, una bolsa de Kvas[1] –que preparamos allí mismo-, varias klobasas[2], y como no, dos tarrinas blancas de Ikra[3] Beluga, y hasta pan negro ruso, que ella sabía que adoro y que tanto echaba de menos desde que había dejado Rusia.

 

 Francesca fue el centro de la fiesta. Se conducía rozando los muebles con descuidada voluptuosidad, coqueteando con los sillones del salón que la tomaban ávidos entre sus brazos, pisando las alfombras con un encubierto y encantador sadismo, casi imperceptible, caminando lozana sobre ellas con sus altos tacones de aguja que clavaba ahora en un dibujo de flor exótica con forma de vagina, ahora en una hoja alargada que insinuaba un falo, y llevando en cada mano un vaso: uno con vodka y otro con un chaser de naranjada, de los que bebía a lánguidos sorbos, alternándolos para que no se encelaran, como si se tratase del más sofisticado “menage à trois”.

 

Todavía puedo recordar a un grupo de amigos como una nube de moscones queriendo sacarla a bailar, y a ella digna, fría como un alto iceberg, concediéndoles la gracia divina de unos pasos sueltos, al compás de Ricki Martin, para después darse la vuelta, acercarse a la mesa, y morder una fruta o dejarse caer los granos negros del caviar en la punta de su lengua pecadora delante de toda la concurrencia. 

 

Luego la vi bailar el Kasachot, un vals de Chostakovitch y más tarde cantamos borrachos Ojos negros, corrigiéndome ella -impetuosamente en cada estrofa-, mi mala pronunciación en ruso.

 

Cuando todo el mundo se fue y nos quedamos a solas, la Kopanska se extendió con dulzura sobre el sofá blanco, como si fuese a ser sacrificada de un momento a otro, dejando que las pieles la abrazaran y formasen un lecho bajo ella, que contrastaba con la seda roja y con su piel. Se descalzó, acarició sus hombros de forma descuidada con la melena suelta, sonrió, y me pidió le pusiera mas vodka en el vaso. Cuando volví con la botella sentí un repentino deseo de preguntarle algo. 

 

Habíamos sido amigos por mucho tiempo, pero sin intimidad; nuestra relación, de conocidos, se limitaba a la noche londinense, alguna que otra pizza en Notting Hill y quizá otra visita a la Royal Academy a ver una exposición un domingo por la mañana. Sentí que ya era hora de descubrir quienes en realidad éramos sin miedos a ser censurados, a no ser aceptados. Francesca conocía ya bastante de mí, así que ahora era su turno, y sin que yo mismo pudiese controlarme, bajo el compás de las dulces balalaicas que salían de mi estéreo, le hice la pregunta: Francesca, ¿Cómo fue que decidiste hacerte puta?

 

Ella echó su cabeza hacía atrás, sonrió de forma nostálgica, bebió un trago y comenzó su historia: La mayoría de las Putas –dijo- nos hacemos Putas por un hombre; el mío fue Sergei.

 

Yo no le hice mucho caso, me sonaba a la típica historia cliché –la femme fatal por culpa del cabrón-, pero continué escuchando. Al cabo de un rato me sorprendí creyendo. Sus ojos brillaban como mirando al infinito, donde se perdían en algún lugar dorado y triste de Ucrania. 

 

Me contó como había nacido en un pueblecito pequeño y rural cerca de Odessa, donde muy joven se casó con Sergei, un buen mozo a lo Leonardo di Caprio, del que guardaba una foto en su cartera todavía visible a pesar del tiempo. A los diecisiete años Francesca ya tenía dos hijos, la vida les iba bien, Sergei se había metido en el partido y entró a trabajar para el gobierno.

 

 

“En el pueblo todas las mujeres éramos cornudas –me dijo-, no importa lo fea o guapa que fuésemos, a todas nos eran infieles, era la ley, los hombres mandan, pero ¡ay de la mujer que se descantillase y tuviese un amante! Un día que volví a mi casa antes de lo previsto me encontré a Sergei acostado en nuestra cama con una Schlioja[4]  -me dijo, utilizando la palabra rusa en medio de su inglés de acento eslavo- me enfurecí, hubiera querido matarlo, pero sólo le tiré una sopera en la cabeza que le pasó de refilón, lo eché de la casa y a ella la revoleé por los pelos antes de empujarla a la calle medio desnuda.”

 

“Estaba muy enamorada de él, como no lo estuve de nadie y  no pude soportar que me traicionara de esa forma, por eso del amor pasé al odio, no lo quería cerca de mí. Mi familia se puso en contra mía, debí haberme aguantado como todas las demás mujeres del Oblast aguantaban las infidelidades, porque sentían que sin un hombre a su lado no eran nada. Además Sergei nunca me pasó ni un rublo, y yo, entonces, me quedé a cargo de los niños. Para mí haber seguido con Sergei hubiera sido prostitución de mi dignidad, y eso no lo hubiera resistido.”

 

 

Francesca fue entonces a Tiblisi  a buscar trabajo, no había nada en medio de la crisis, pero descubrió que los hombres de negocio, sabían pagar por estar con ella, por su sonrisa, sus cabellos, un baile agarrados y una noche resguardados de la nieve entre sus muslos -donde según los rusos es donde mejor sabe el caviar-. 

 

Iba cada viernes a la ciudad. Nadie en el pueblo sabía nada, creían que hacía traducciones a empresas extranjeras -era ya la época de la Perestroika-, y que todas las semanas iba a dejar y a recoger nuevos textos. Francesca tomaba el tren con una pila de folios atados con un lazo azul que en Tiblisi tiraba en una papelera para pasear su belleza por los vestíbulos de los hoteles donde comenzó el aprendizaje de beber Martinis que alguien más pagaba.

 

Un día, un camarada del partido, la vio en el Gostinitsa Iural[5] y la noticia se corrió, su familia se enteró, también Sergei y el pueblo entero. Aquel le quitó a los niños con el beneplácito de sus padres, que desde entonces la consideraron muerta: Te preferimos muerta que deshonrada, le dijo la babushka sin saber realmente que no la preferían de ningún modo. Los hombres la presionaron a que se fuera del pueblo, incluso la mafia local siguiendo las instrucciones de su ex marido la amenazó, no querían un ejemplo así para sus mujeres que soportaban con rigor los cuernos y algún que otro contagio venéreo.

 

 Finalmente Francesca se fue y así comenzó. Una vez que salió a la Europa capitalista se dio cuenta que sus encantos se cotizaban aun más, de Paris iba a Londres o a Milan, y cambiaba de ciudad cuando se aburría, ya no le regalaban sus amantes una barra de labios o un brasière de Marks and Spencer, como cuando estaba en San Petersburgo, sino algo más. Los brillantes, los modistos y el champagne la hacían olvidar que una vez hubiese querido ser médico y decidió ser la mejor en lo que estaba haciendo, y lo era. Así me dijo.

 

Al acabar la historia soltó una carcajada, se acomodó en el visón que seguía en el sofá y sacó un pitillo al que yo di lumbre con una vela del comedor. Me quedé intrigado, le pregunté por qué se reía, entonces me explicó con su suave acento: “me enteré más tarde, cuando me fui a Moscú, que todas mis paisanas me apoyaron y se apoyaron a ellas mismas, formando una pequeña y callada revolución: desde que me fui, todos los viernes el pueblo se queda vacío de mujeres, estas desaparecen por todo el día y vuelven a aparecer el sábado, en protesta por las infidelidades de sus maridos y solidaridad hacia mí.”

 

Nadie sabe adonde van, si van a Tiblisi, a Odessa o a Kiev a alegrarse la vida, o si simplemente se esconden, hacen la compra, o van a beber en otro lugar. Pero el pueblecito perdido en el Oblast de Samara se queda desierto de mujeres que reivindican su dignidad,  los hombres, amenazados por su comportamiento, se lo piensan dos veces antes de poner cuernos, y a la Kopanska se la recuerda allí como la sabia mezcla de una puta y una santa, el híbrido de una revolucionaria y una mártir con cara de cuadro de Boticelli. 

 

© Manuel Pinomontano 

 

 

 

[1] Del Ruso original Квас: Bebida típica Rusa, dulce y no alcohólica hecha a base de levadura fermentada. (N. del Autor)

[2] Del Ruso original Колбасá : Butifarra o chorizo ruso. (N. del Autor)

[3] Del Ruso original Икра : Caviar. (N. del Autor)

[4] Del Ruso Original  Щлюха : mujer puta y promiscua. (N.del Autor)

[5] Del Ruso Original  Гостиницо Урал : Hotel Ural (N. del Autor)

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